viernes, 21 de octubre de 2011

JOHN REGINALD CHRISTIE "EL AESTRANGULADOR DE RILLINGTON PLACE" (INGLATERRA)

Biografia:
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John Reginald Halliday Christie nació el 8 de abril de 1898 en Black Boy House, Halifax. Su padre, Ernest, trabajaba como diseñador de Crossley Carpets en Dean Clough MilIs. Era miembro fundador del partido conservador de Halifax, y persona destacada en la Liga Primrose, organización que promovía la pureza entre las clases trabajadoras. Era también el primer Superintendente de la Brigada de Ambulancias de St. John, de Halifax. La madre de Christie, Mary Hannah, era conocida como la “bonita Halliday” antes de su matrimonio, y le encantaba el teatro de aficionados. Christie, uno de los siete hijos, gozaba del cariño de su madre, pero temía a su disciplinado padre. “Casi teníamos que preguntar si podíamos hablarle”, escribió un día en la prisión de Pentonline. Pero el chico compartía el mal carácter y la mezquindad de su padre, y encontró pocos niños con quienes jugar. Christie cantaba en el coro del colegio y se hizo boy scout. Era el primero de la clase de aritmética y álgebra, y tenía gran habilidad con las manos, reparaba relojes y hacía sus propios juguetes. Cuando empezó a trabajar emuló a su padre ayudando en la sala de primeros auxilios y leyendo libros de medicina. “Siempre estuve seguro de dominar cualquier cosa que emprendía”, escribiría en sus diarios. “Pero una vez que la dominaba, mi interés se acababa”.
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Tres sucesos en su juventud tuvieron una influencia formativa sobre Christie.
1) Cuando tenía ocho años su abuelo materno murió y Christie vio el cadáver. Más tarde, describió la sensación estremecedora que sintió, fascinación y placer a la vez.
2) Un segundo suceso era el constante dominio que sus hermanas tenían sobre él. Ellas siempre estaban ordenándole. Una vez su hermana mayor, casada, lo invitó a su casa en Halifax, y mientras ella se estaba atando los zapatos, el joven John le vio la pierna hasta la rodilla. Aunque le dijeron que no tenía por qué avergonzarse, se ruborizó.
3) El tercero llegó siendo adolescente, después de dejar el colegio. Christie trabajaba en el Gem Cinema, en Halifax. Un día, él y algunos amigos bajaban por una calle conocida como el “Monkey Run”. Se encontraron a unas chicas con las que todos, menos él, corrieron aventuras. Christie resultó ser impotente. La noticia se extendió y empezaron a llamarle “Reggie el que no puede”. Nunca olvidó Ia humillación que experimentó.
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Los desastres continuaron. A los diecisiete años lo sorprendieron robando cuando trabajaba como oficinista en la Policía local. Fue despedido y su padre lo echó de casa. Christie fue, entre tanto, vagabundo, oficinista, zapatero, oficinista otra vez y desempleado. Algunas veces dormía en un solar que tenía su padre y a donde su madre le llevaba comida. A los dieciocho años, se le llamó a filas en la Primera Guerra Mundial y fue enviado a Francia. Dos años después, en junio de 1918, fue gaseado. Christie hizo hincapié en este hecho en los juicios a los que asistió posteriormente, pero la gravedad del gaseo nunca se estableció exactamente. Sin embargo, durante un corto período, recibió una pensión por incapacidad. A lo largo de su vida, Christie prestó una meticulosa atención a los detalles. Cuando estaba en el Ejército, durante la Primera Guerra Mundial, uno de los instructores le pidió que dejara su cuaderno de ejercicios como ejemplo de cuidado y pulcritud para otros reclutas.
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Una de las posesiones que guardaba como un tesoro era una fotografía que le hizo a su novia EtheI Waddington, en la cual aparecía con poca ropa. Christie disfrutaba mostrándola la imagen de quien sería su esposa a todos sus compañeros. Era una manera de reafirmarse sexualmente ante ellos. El 20 de mayo de 1920, se casó con la plácida, pasiva y desafortunada jovencita. Un año después, trabajando como cartero, fue sorprendido robando dinero del correo. Christie estuvo en prisión nueve meses. Al salir de la cárcel tuvo problemas de nuevo, pero se le trató con indulgencia. Los magistrados no lo confinaron por ser ex oficial militar y lo pusieron bajo libertad condicional.
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En 1924, Christie volvió a la cárcel durante otros nueve meses, esta vez en Uxbridge Petty Sessions, por hurto. En la cárcel, los compañeros de prisión enseguida conocieron su obsesión por la limpieza. Uno de los reclusos le ofreció un cigarrillo de droga y Christie le respondió: “No gracias, lo has tenido en tu boca. No es por ofenderte, claro está, pero no debes juzgarme por lo que aparento en estos momentos, chico. Esta no es mi propia ropa”. En otra ocasión le dijo a un compañero de prisión:“Siempre he intentado tener la ropa interior sin una mancha”. Si la apariencia de Christie siempre había sido anodina, él se veía como un seductor de mujeres. En alguna ocasión, rechazó la comparación con Boris Karloff, el actor conocido por películas de terror. “Me parezco más a Charles Boyer”, respondió, refiriéndose a uno de los actores de cine más románticos del momento. Pero a través de su petulancia, se notaba un evidente miedo a las mujeres. Las mujeres liberales, en particular, parecen haber sido su principal problema. “Las mujeres que te dicen ‘vamos, ven’, de cerca, no parecerían tan descaradas si estuvieran indefensas y muertas”, afirmó. También se enorgullecía de ocultar sus violentas intenciones a las que serían sus futuras víctimas hasta que, tal como lo dijo, “era demasiado tarde”.
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La información sobre los años siguientes varía. Había sido abandonado por su mujer y continuaba vagabundeando. En 1929, compareció otra vez ante un Tribunal por atacar a una prostituta con la que vivía. Los magistrados lo denominaron “un ataque asesino” y lo condenaron a seis meses de trabajos forzados. En 1933, después de otra temporada en prisión por robar el coche de un sacerdote católico que le ayudaba, Christie escribió a Ethel pidiéndole que volviera. Ella lo hizo y se quedó con él hasta su muerte. Desde 1939 a 1943 Christie fue un guardia especial. En 1939, justo antes de que estallara la Segunda Guerra Mundial, Christie había sido contratado como Policía Especial: a todos los efectos parecía haberse reformado. Pero su personalidad enferma pronto volvió a mostrarse. El y otro policía eran conocidos como “la rata y la comadreja”. Los vecinos empezaron a temer sus pasos, y era de sobra conocido que había presionado sexualmente a una chica alta y morena llamada Ruth Fuerst. La joven austríaca era empleada en una fábrica de municiones. Era muy pobre y empezó a ganar más mediante la prostitución. Pronto tuvo un hijo de un soldado estadounidense. Conoció a Christie cuando él estaba siguiendo la pista de un hombre buscado por robo. Ruth le pidió prestados diez chelines y el policía, viendo su oportunidad, la invitó a su casa.
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Christie y Ethel vivían en una dirección que se convertiría en mítica dentro de los anales del crimen: el número 10 de Rillington Place. Una tarde calurosa de agosto de 1943, mientras Ethel estaba ausente en Sheffield, Ruth volvió a llamarle. “Yo me sentía un poco tímido y acobardado por estar con ella en esa ocasión, pero me animó”, escribió en su diario. Tenía miedo de que su esposa se diera cuenta del adulterio; además, le molestaba que la joven lo buscase sin medir consecuencias.
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“Cuando el affaire terminó, la estrangulé”. Luego continuó describiendo lo que él llamó la belleza de la apariencia de la mujer muerta, y la paz que sintió. Igualmente grotesco fue el cauteloso y nocturno entierro que hizo de Ruth Fuerst, cuando su mujer regresó a casa inesperadamente. La chica terminó sepultada en el minúsculo jardín del número 10 de Rillington Place. Era su primer asesinato.
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Rillington Place se encontraba en la zona de Notting Hill, al oeste de Londres. Estaba más ruinoso que el resto de la zona. La línea del metro pasaba a lo largo de la calle hasta el final, donde se encontraba la fundición llamada Rickard Transport. La madre de Timothy Evans, la señora Probert, vivía junto a la esquina, en St. Mark's Road. Otra de las casas era donde Ruth Fuerst alquiló una habitación amueblada, en Oxford Gardens. En 1943, Ruth se convirtió en la primera víctima de Christie.
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Los bares de los hoteles Elgin y Kensington Park también eran frecuentemente visitados por Evans. El número 10 de Rillington Place sería un escenario idóneo para los asesinatos. No sólo era una casa pequeña, sino también muy destartalada. El lavadero que ocultaría los cuerpos de Beryl y Geraldine Evans medía poco más de metro y medio, y el jardín, en el que Christie cultivó judías, medía menos de veinte metros cuadrados. Los inquilinos de la casa podían esperar poco en el terreno de lo privado.
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Christie dejó la Policía a fines de 1943, y encontró trabajo en los Ultra Radio Works, en el West londinense. Allí trabó amistad con Muriel Eady. Supo que padecía un catarro y le dijo que él conocía un remedio. Muriel visitó Rillington Place una tarde de octubre de 1944 y, después de la taza de té de la que disfrutaban todas las víctimas, le mostró un inhalador. Era un tarro cuadrado con una tapadera metálica que contenía agua perfumada. Había dos agujeros en la parte superior y un tubo en uno de ellos, conectado a un conducto de gas. Confiando en que el perfume disimularía el olor a gas, Christie la persuadió para que inhalara. Luego, mientras iba quedándose inconsciente, la violó y después la estranguló. “Mi segundo asesinato fue realmente un crimen muy inteligente”, escribió en su diario, “mucho, mucho más inteligente que el primero. Lo planeé cuidadosamente”. Cortó su mechón de vello púbico y luego enterró a Muriel en el jardín, junto al cadáver de Ruth.
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De repente, los crímenes cesaron. En apariencia, pasarían diez años antes de que Christie volviera a asesinar. Christie se dio cuenta, astutamente, de que su principal ventaja siempre sería su propia personalidad. Siempre había sido extremadamente contradictorio. Por las tardes, iba a pasear con su mujer apoyada en su brazo, quitándose el sombrero cuando se encontraban con conocidos. Cuando él y Ethel visitaron a la familia de ella, en Leeds, hablaba de su “gran casa en Londres” con sirvientes. Pero nunca ganó más de ocho libras a la semana, el salario de un joven oficinista.
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Timothy Evans nació en Merthyr Vale (Inglaterra) el 20 de noviembre de 1924, en el seno de una familia católica. Tenía una hermana mayor, Eileen. Sus padres se separaron antes de que Timothy naciera. El padre de Evans se fue un día de casa y nunca se supo de él, ni se le volvió a ver. La señora Evans obtuvo un certificado que constataba la presunta muerte de su marido. En 1929 se volvió a casar con Henry Probert.
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Evans era un pésimo estudiante, sufría de un problema del habla y en sus primeros años no podía ni pronunciar su propio nombre. Su escolarización fue tardía por una herida en un pie, que le llevó a pasar durante diez años largas temporadas hospitalizado. En la depresión de los años treinta, la familia se trasladó a Londres. Evans comenzó el colegio en Notting Hill. El 20 de septiembre de 1947, se casó con una chica del lugar, Beryl Thorley. Timothy y Beryl se conocieron en una cita a ciegas. Ella tenía dieciocho años y era telefonista.
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Timothy y Beryl Evans se mudaron al último piso del número 10 de Rillington Place en la Semana Santa de 1948. Evans tenía 24 años, había visto el cartel de “Se alquila” fuera del edificio y como la pareja vivía con su madre y su padrastro, y ella estaba embarazada, necesitaban, rápidamente, encontrar casa. En octubre nació el bebé, una niña llamada Geraldine. Por primera vez en su vida matrimonial, los Evans parecían establecerse. En el piso de abajo residía Charles Kitchener, un ferroviario de toda la vida, que había vivido en el número 10 desde los años veinte. Vivía apartado, con la vista cada vez peor, lo que le hacía estar cada vez más tiempo en el hospital.
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El piso bajo estaba ocupado por los Christie. Timothy y Beryl se llevaban bien con ellos. A Ethel Christie le gustaba mucho el bebé, aunque podía haber notado que su marido encontraba a Beryl mucho más atractiva. Más tarde, tuvieron la oportunidad de trasladarse a otro piso en otro sitio, pero Beryl Evans era feliz en Rillington Place y quería quedarse. Ethel Christie había prometido cuidar a Geraldine cuando ella estuviese en su trabajo de media jornada.
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En el verano de 1949, Beryl se quedó embarazada otra vez. Estaba consternada, pues no deseaba tan pronto tener otro hijo, por lo que decidió abortar. Su marido estaba en contra, pero ella era inflexible: era una mujer muy joven, sólo tenía diecinueve años, y no tenía interés en estar atada a su casa. Haciendo averiguaciones, descubrió que había un abortista clandestino unos pocos kilómetros más allá, en la calle Edgware, que haría el trabajo por una libra y comunicó a varias personas sus intenciones. Una de ellas fue John Christie.
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Christie convenció a Beryl de que él podría hacerle el aborto en la misma casa. Luego habló con Timothy Evans y le dio a entender sus planes. “No sabía que supieses nada de medicina”, replicó Evans. “Desde luego que sí”, le dijo Christie, y furtivamente le enseñó lo que él llamaba “uno de mis libros de medicina”. No era más que un manual de primeros auxilios de la Brigada de Ambulancias de St. John, pero Christie sabía que Evans era casi analfabeta y que los dibujos lo iban a impresionar.
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 Fue imposible determinar exactamente cuándo tuvo lugar la operación. Había obreros en el número 10 trabajando en esa época, haciendo reparaciones en el yeso mojado del cuarto de baño y en el patio. Entre el 7 y el 8 de noviembre de 1949, Timothy Evans volvió a casa y se encontró con que John Christie lo esperaba. La operación no había sido un éxito, le dijo, y Beryl había muerto. Si Evans hubiera ido en ese momento a la policía, habría sido posible acusar a Christie de homicidio, pues el aborto era ilegal. Pero Evans no sabía qué hacer en un caso como aquel y astutamente, John Christie lo persuadió para que lo ayudara a llevar el cuerpo de Beryl al piso del ausente señor Kitchener. Haciendo esto, Evans se convertía en cómplice del crimen.
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Desolado, Evans quería llevarse a la niña, Geraldine, para dejarla al cuidado de su madre, la señora Probert. Christie lo disuadió prometiéndole que él y su mujer encontrarían a alguien que se ocupara de ella. Evans accedió. Cuando volvió del trabajo el 10 de noviembre, Christie de nuevo estaba esperándole, esta vez para decirle que una pareja de East Acton se había llevado a la niña para cuidarla. Asombrosamente, el manso Evans se limitó a asentir. Aceptaba todo lo que Christie hacía o decía sin rechistar. Su voluntad estaba nulificada. Christie también se ofreció a “ayudar” a Evans de otro modo; lo auxiliaría para poner el cadáver de Beryl bajo el desagüe. En los días que siguieron, todavía asesorado por Christie, Evans vendió los muebles de la casa por cuarenta libras, aunque parte de los plazos tenían aún que ser pagados. Evans se compró un abrigo de camello de diecinueve libras con las ganancias. Después de deshacerse de la ropa de cama manchada de sangre donde Beryl había muerto, pensó en irse a Bristol, pero cambió de opinión y se fue al sur de Gales con sus tíos. Evans no encontró la paz en Gales. Se torturaba mentalmente. Después de una breve estancia en Londres, le contó a su familia que Beryl se había separado de él. También recibió cartas de su madre reclamándole el pago de sus deudas. Evans decidió finalmente que sólo podía hacer una cosa. Se dirigió a la comisaría de Merthyr Vale y le contó al oficial detective que había matado a su mujer.
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Cuando Timothy Evans se dirigió a la comisaría de Merthyr Vale, el 30 de noviembre de 1949, y contó que se había deshecho de su esposa, la ley que regulaba entonces las confesiones era mucho menos rígida que la vigente hoy en día en Inglaterra. Hasta que la ley “de pruebas policiales y criminales” entró en vigor en 1984, los interrogatorios policiales se regían según las “normas de los juzgados”. Estas no eran más que unas cuantas reglas sueltas con el fin de defender a los sospechosos de presiones injustas en los interrogatorios. Pero con su aplicación no aseguraron automáticamente el derecho de Evans de hablar con un abogado en la comisaría, lo cual sí se hubiese podido hacer sin problemas bajo la nueva ley, que también prohibió a la Policía retener al sospechoso más de 36 horas antes de enviarlo a juicio o 72 antes de acusarle. Evans fue retenido durante tres días y medio sin poder ver a un abogado antes de ser acusado.
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Los intentos de mostrarse astuto delataron su ingenuidad. Pensó que podría entregarse por un crimen que no había cometido sin implicar a John Christie. Una extraña y enfermiza lealtad lo llevaba a tratar de proteger al asesino de su esposa. Contó a la policía que se había hecho con una botella que contenía algo que haría abortar a su mujer. La botella, dijo, se la dio un hombre que había encontrado casualmente en un café, entre Colchester e Ipswich. Su mujer la había hallado justo antes de que él se fuera a trabajar. A su regreso la encontró muerta, aunque no le había dicho que bebiera el contenido de la botella. Abrió un desagüe, en la salida de la puerta delantera, puso allí el cadáver de su mujer, y quedó con alguien para que cuidara a la niña.
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La Policía de Merthyr Vale se puso en contacto con Notting Hill para que enviaran oficiales a registrar el pozo de inspección del número 10 de Rillington Place. Se necesitaron tres hombres para levantar la tapa. El desagüe estaba vacío. De vuelta en Merthyr, Evans fue informado de esto, pero insistió en que él solo había levantado la tapa y empujado dentro a Beryl. Su declaración fracasó al ser recusada por un detective. Hizo una segunda confesión, y esta vez implicó a Christie como el practicante del aborto. Se llevó a cabo otra investigación en Rillington Place. No fue demasiado meticulosa. El hueso del muslo de una de las víctimas de Christie, Muriel Eady, estaba clavado en la valla del jardín, y nadie se dio cuenta. La búsqueda fue un fracaso con respecto al objetivo de desenterrar algún cuerpo, pero la Policía encontró una cartera robada. Era suficiente para conseguir el arresto de Evans. Christie fue citado en la comisaría y ofreció una representación magistral, basándose en el sentimiento de hermandad que existía entre antiguos compañeros del cuerpo militar. Dio toda clase de detalles sobre las supuestas discusiones de los Evans y de las quejas de Beryl acerca de los malos tratos que recibía. Otra investigación, más determinante, se realizó en Rillington Place. Esta vez la Policía encontró lo que buscaba. El cadáver de Beryl Evans fue hallado envuelto en un mantel verde detrás de un tronco. El cuerpo de Geraldine se encontró detrás de la puerta, con una corbata alrededor del cuello. Un patólogo, el doctor Donald Teare, dijo que ambas víctimas habían sido estranguladas. El ojo derecho y el labio superior de Beryl estaban hinchados, y había señales de lesiones en su vagina. El médico pensó limpiarlas, pero “otros pensaron que no era necesario”.
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Para la policía era ahora un “simple asunto doméstico”. Evans fue llevado a Londres el viernes 2 de diciembre de 1949. El grupo llegó a la estación Paddington a las 21:30 horas. Menos de media hora después, Timothy Evans hizo una primera breve declaración, en la comisaría de Notting Hill, diciendo que había estrangulado a Beryl con una cuerda y que la había puesto en el lavadero, después de que los Christie se fueran a la cama. Dos días después, él había estrangulado al bebé y lo había puesto también allí. El detenido hizo otra declaración más larga. Llevó 75 minutos escribirla y leérsela. Esta repetía las primeras confesiones que había hecho, pero con más detalles, diciendo que su mujer le iba sumiendo cada vez en deudas más profundas.
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Evans fue acusado de asesinar a su mujer e hija. La Corona decidió proceder sólo en cuanto al asesinato de la niña. No habría misericordia para tal crimen. El juicio de Timothy Evans por asesinato comenzó en el Tribunal número uno de Old Bailey, el 11 de enero de 1950, ante el juez Wilfrid Lewis. La Corona estaba representada por Christmas Humphreys, consejero del rey.
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En el estrado de los testigos, John Christie se ganó la compasión de los asistentes diciéndole al juez que tenía dificultad al hablar porque había sido gaseado durante la Primera Guerra Mundial, mientras defendía a su país. Su servicio como guardia especial confirmó la impresión de ser un ciudadano prudente y cumplidor de sus deberes.
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A Morris le hubiera gustado basar la defensa en la segunda confesión, pero se había establecido que Beryl murió estrangulada y no a causa de un aborto. Sugirió que Christie sabía algo más sobre las muertes de Beryl Evans y su hija. Christie únicamente respondió: “es mentira”. Negó haber tomado parte en el aborto o tener libros de medicina, y dijo que había estado en la cama con gastroenteritis el día de la muerte de Beryl. Sus enfermedades hicieron que se ganase de nuevo la compasión del jurado.
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 El juez habló en contra de Evans y el jurado sólo estuvo deliberando cuarenta minutos. El veredicto fue “culpable”, y la sentencia, muerte en la horca. Al final, aterrado, el infeliz Evans gritaba que el vecino había matado a las dos. A los abogados, consejo, familia, oficiales de prisión y sacerdotes, les repetía la misma historia. Pero, por supuesto, nadie le creyó.
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Después de que una apelación fuese rechazada el 20 de febrero, esperó pacientemente la suspensión de la pena por la Secretaría del Interior. Había cierta inquietud pública sobre el veredicto. Se hizo una petición de clemencia con mil ochocientas firmas, que fue presentada en el Ministerio del Interior. Pero no se concedió la suspensión de la pena. Timothy Evans fue recibido de nuevo en la Iglesia Católica por un sacerdote y a las 08:00 horas del 9 de marzo de 1950, fue ahorcado dentro de los muros de la prisión. Allí mismo lo enterraron.
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Ethel Christie fue vista viva por última vez entregando ropa en la lavandería el 12 de diciembre de 1952. Dos días después fue asesinada y la ropa nunca fue recogida. Durante algunas semanas su marido mantuvo la apariencia de que aún estaba viva. Poco después de Navidad escribió una carta a la hermana de Ethel, en Sheffield, diciendo que ella no podía escribir por el reumatismo en los dedos. Arriba de todo garrapateó: “No te preocupes, ella está bien. Yo prepararé la cena de Navidad. Reg.” En otra carta que Ethel había escrito con anterioridad, pero no enviado, cambió la fecha de 10 de diciembre por 15 de diciembre.
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El 14 de diciembre de 1952, según su propia versión, John Christie despertó por unas repentinas convulsiones que estaba sufriendo Ethel. Por entonces su mujer estaba vieja y artrítica. Escribió en su diario que él no podía hacer nada para devolverle la respiración y que decidió dar fin a su desgracia de la manera menos dolorosa. Ethel Christie murió en su cama por estrangulación. “Durante dos días dejé el cadáver de mi esposa en la cama y luego quité las tablas del suelo del cuarto principal y la enterré”. Afirmó también que este acto de piedad le causó mucho dolor. “Desde el primer día la eché de menos. El tranquilo amor que ella y yo teníamos ocurre sólo una vez en la vida”.
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Toda apariencia de normalidad que Christie parecía mantener, desapareció con la muerte de su mujer. Vendió la mayor parte de los muebles y vivió en el piso con el perro y el gato, a los que adoraba. Entre diciembre de 1952 y marzo de 1953, espió, atrajo y asesinó a tres mujeres más. Primero, Kathleen Maloney fue asesinada mientras la fotografiaba sentada en una hamaca. Sería algo que haría con todas sus víctimas: pedirles que se sentaran en la hamaca, compartir con ellas una taza de té y después asesinarlas. Christie la estranguló, violó el cadáver y después buscó dónde ocultarla. Le cortó además parte del vello púbico, para guardarlo como recuerdo. Con todas sus víctimas haría lo mismo: era su trofeo, su fetiche, el recuerdo de sus crímenes. Envolvió el cuerpo en una cobija y lo metió en un hueco de la cocina, detrás de una pared falsa.
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Rita Nelson acababa de saber que estaba embarazada, cuando desapareció el 12 de enero. Tenía veinticinco años y se topó a Christie en un café. Él la abordó, la invitó a ir a su casa. Una vez allí, le preparó un té y luego le aplicó su máquina de gas. También la estranguló, violó el cadáver, cortó un poco de vello y la escondió en la pared de la cocina.
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Hectorina MacLennan fue su última víctima conocida. Tenía veintiséis años de edad. La conoció en un café y le ofreció alojamiento. Fue algo sorprendente cuando ella volvió para recoger a su novio, Alexander Baker. Ambos estuvieron en Rillington Place durante tres noches. El 6 de marzo, Christie los siguió hasta una oficina de cambio de moneda. Mientras Baker entraba a trabajar, él la convenció para volver al piso. Ella se lo dijo a su novio, y él más tarde fue a buscarla. Christie le había dado una bebida y puso a funcionar el conducto de gas. Ella lo vio, se enfureció y entonces empezaron a forcejear. Christie la estranguló, violó el cadáver, le quitó vello púbico y luego colocó el cuerpo en una silla, enganchado por un tirante a las piernas de los restos de Kathleen Maloney, para mantener su cuerpo en una posición erguida. Su novio la buscó y Christie inclusive se ofreció a ayudarlo. Durante tres noches ambos la “buscaron”, infructuosamente. Aunque Baker denunció la desaparición a la policía, el caso quedó sin resolverse.
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El orgullo que Christie sentía por su “habilidad artística” era evidente. Le entusiasmaba demostrar que un “toque” decente y respetable estaba presente en sus acciones. “Les di una salida misericordiosa”, escribió. Las numerosas confesiones que realizó, sin embargo, no querían decir que él intentara declararse culpable de asesinato. Era todavía un hombre despiadado y calculador que esperaba evitar la horca demostrando que su manía homicida era, de alguna manera, excusable. Claramente, ningún jurado aceptaría esto si se creía que había matado a un niño. La acusación estaba igualmente preocupada en no implicar a Christie en la muerte de Geraldine. Esto significaría que habían mandado a la horca a un hombre inocente.
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John Christie se fue de allí poco después, dejando todo abandonado y sucio. Unos días después, la destartalada cocina del piso bajo por fin iba a limpiarse. Beresford Brown, un hombre que vivía en una habitación en el último piso, estaba encantado. Toda la casa se había deteriorado desde la guerra. El número 10 de Rillington Place estaba situado en lo que luego sería uno de los distritos más ricos del norte de Kensington. Pero en marzo de 1953, el callejón de hileras de casas, con puertas de piedra derrumbadas, se había convertido en una de las calles más abandonadas de Ladbroke Grave. Brown había visto todo tipo de inquilinos instalándose y dejando la casa. Muchos de ellos habían sido vagabundos, apenas preocupados por las condiciones de vida. En el distrito todo el mundo conocía el horrible crimen de 1949, cuando el joven galés Timothy Evans mató a su esposa y a su hija. Lo habían ahorcado. El último elemento de enlace con esos días había desaparecido. John Christie, el hombre pequeño y tranquilo que había vivido en el piso bajo, se había marchado. Primero se había ido su mujer y luego él. Hubo un tiempo en que a menudo volvía con mujeres desaliñadas, por pocas horas, en esos últimos días. Pero actualmente eso no ocurría.
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Beresford Brown estaba alegre. El día antes, el casero había llamado para cerciorarse de que Christie había alquilado su piso ilegalmente a dos subinquilinos, una pareja llamada Reilly. Habían pagado a Christie siete libras y trece chelines, tres meses de alquiler, por adelantado. El arrendatario dijo inmediatamente a la pareja que se fuera por la mañana y había dado permiso a Brown para utilizar la cocina del piso bajo. Tenía la oportunidad de emplearla como casa y no el deprimente tugurio, lleno de basura, que Christie había dejado tras de sí. Nadie sabía, ni a nadie le importaba, a dónde había ido Christie. Se había marchado la misma mañana en que el señor y la señora Reilly llegaron, pidiéndoles prestada una de sus maletas para empaquetar algunas cosas de mujer, así como algunos marcos y fotografías. Les comentó que había sido trasladado a Birmingham y que su mujer había partido antes que él.
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Brown se dedicó a la tarea de limpiar aquel lugar. Durante los siguientes días sacó pilas de ropa, basura y toda clase de desechos, y los tiró al basurero del jardín trasero, junto al lavadero. Las paredes de la cocina estaban descascaradas, con pintura vieja y no ofrecían ninguna comodidad. Finalmente acabó con la basura y se dispuso a comenzar las reparaciones. Encontró un sitio donde poner su radio de transistores y después agujereó lo que él pensaba que era una pared. Sonó algo hueco. Agujereó otra vez y arrancó un pedazo del deteriorado papel. Allí no había ninguna pared, sino una puerta de madera encubierta que tapaba un hueco. Incrédulo, Brown encendió su linterna al entrar. Al principio no podía creer lo que veía. Tirando la linterna al suelo, corrió hacia el segundo piso a buscar a otro inquilino, Ivan Williams. Cautelosamente bajaron las escaleras y encendieron la linterna de nuevo.
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Sentado sobre un montón de basura había un cadáver de mujer medio vestido. Llevaba un jersey blanco de algodón cogido con un imperdible. Brown llamó a la policía. Los detectives descubrieron inmediatamente que el número 10 de Rillington Place ocultaba no uno, sino varios cadáveres. La primera mujer encontrada en el hueco estaba enganchada a una sábana que envolvía un segundo cuerpo. Detrás de ellos había un tercero en una manta de lana, atado por los tobillos con un plástico. Las tres mujeres habían sido estranguladas. En las primeras horas del día siguiente, 25 de marzo, un cuarto cadáver de mujer se encontró bajo unos escombros de la sala principal. Se trataba de Ethel Christie.
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La policía hizo un alto durante la noche. Varios agentes fueron situados en la puerta de la casa y un guardia permaneció allí durante varias semanas. En la prensa, los detectives anunciaron el más brutal asesinato múltiple hasta entonces conocido en Londres. Había un “testigo crucial” que creían podía ayudarles en sus investigaciones. Su nombre era John Christie. Se puso en circulación la descripción del arrendatario: esbelto, pequeño y de mediana edad. La opinión pública fue requerida para informar de cualquier pista sobre su paradero. La cara de Christie apareció en todos y cada uno de los periódicos nacionales de Inglaterra.
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Los trabajos de excavación llevados a cabo en el pequeño jardín de Rillington Place descubrieron dos cadáveres más de mujer. Los exámenes médicos determinaron que llevaban sepultadas diez años aproximadamente. Un conocido especialista en patología, el doctor Francis Camps, dictaminó que ambas habían sido estranguladas.
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El cráneo de una de las mujeres había desaparecido. La búsqueda continuó. Se colocaron largas barras en la chimenea. Una antigua caldera de cobre se cambió de lugar. Médicos y detectives iban y venían, mientras los curiosos se agolpaban a la entrada del callejón.
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De Christie no había ni rastro. La policía todavía no le había seguido la pista, pero la prensa sabía dónde encontrar a sus antiguos compañeros. Durante la guerra había sido un guardia especial de la Reserva en la comisaría de Harrow Road, al oeste de Londres. Uno de sus colegas lo recordaba bien. “Trabajé con él en investigaciones criminales de todo tipo”, contó a los periodistas, “siempre estaba aislado, reticente y nunca se mezclaba con los chicos. Pero conocía su trabajo. Christie llevó a ladrones, chantajistas, timadores y violadores al banquillo”.
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El día que abandonó Rillington Place, Christie había hecho una reserva para siete días en Rowton House, ahora el hotel Mount Pleasant, en King's Cross Road. Contrataba a prostitutas y les pedía que se fingieran muertas; a una la dejó desmayada tras apretarle el cuello y luego la violó mientras estaba inconsciente. Pero pronto se trasladó, merodeando y a menudo perdido, a otras zonas de Londres. En ocasiones se encontraba en el East Ham o Barking, a kilómetros de distancia de casa. Entonces volvía a la zona norte de Kensington.
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Pasó la mayoría de esos días en cafés. En uno de ellos, en Pentonville Road, al norte de Londres, conoció a una mujer llamada Margaret Wilson y se ofreció a practicarle un aborto cuando ella le confesó que estaba embarazada. Muchas mujeres lo encontraban repugnante a primera vista, pero unas pocas infortunadas se quedaban fuertemente impresionadas por su aire autoritario.
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Con frecuencia se jactaba de este poder sobre las mujeres. “Difícilmente podía ir a un sitio sin que las mujeres se me acercaran por docenas”, diría después. En otra ocasión, Christie comentó: “No era yo quien las engatusaba. Las mujeres se sentían atraídas hacía mí”.
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Hubo muchas “visiones” de Christie. Se le vio durmiendo en un vagón, había tomado un coche con destino al norte, había ido al extranjero. Se recibieron docenas de llamadas. Una mujer que vivía en Rillington Place, Florence Newman, informó de que había visto a Christie merodeando por el callejón.
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El 31 de marzo, el policía Thomas Ledger vio a un hombre tirado en el terraplén del puente de Putney. “¿Qué está haciendo?”, preguntó el policía. “¿Busca trabajo?” El pequeño hombre de mediana edad dijo que estaba esperando su cartilla de desempleo. “¿Puede decirme quién es usted?”, continuó el policía. “John Waddington, 35 Westboume Grove”, fue la respuesta. El joven policía alertado estudió detenidamente la cara del individuo y le pidió que se quitara el sombrero. Los claros rasgos confirmaron la sospecha de Ledger. "No, usted es John Reginald Christie", le dijo. La búsqueda había terminado. Dentro del coche de la policía se le pidió que vaciara sus bolsillos. Encontraron un recorte de periódico sobre el juicio de Timothy Evans en 1950.
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Tres años después de que Evans fuera ahorcado, Christie fue arrestado. La noticia tuvo gran impacto: la percepción de la opinión pública era que dos asesinos habían vivido en la misma casa. Christie fue enviado a la prisión de Brixton y una vez adentro, no ocultó su violencia contra las mujeres. Abogados, compañeros de prisión y finalmente la prensa, fueron “invitados” a un riguroso y detallado relato de sus asesinatos.
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El juicio de Christie comenzó en el tribunal número 1 de Old Bailey, el 22 de junio de 1953. En el mismo tribunal, tres años antes, había prestado declaración como testigo y había negado haber asesinado a Beryl Evans. Ahora, iba a admitir que sí la había asesinado. Como Timothy Evans, Christie iba a intentar ser acusado de un solo cargo. Pero por entonces, todo el país sabía que un asesino de mujeres iba a estar en la vista luchando por su vida. John Christie había confesado siete crímenes: dos en 1943, Beryl Evans en 1949, su mujer Ethel en 1952 y las otras tres mujeres a principios de 1953.
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A las 06:00 horas del 18 de mayo, el cadáver de Beryl Evans había sido exhumado en el cementerio de Kensington Borough en Gunnersbury, para ser examinado por tres patólogos: Keith Simpson, Francis Camps y Donald Teare. El cadáver de Geraldine, por cuyo asesinato su padre había sido ahorcado, yacía con el de su madre. Tuvieron que hacer grandes esfuerzos para identificar los huesos de las víctimas. En el caso de Ruth Fuerst, la primera víctima conocida, su cráneo había sido reconstruido con 110 pedazos.
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Una de las cosas más extrañas encontradas en el número 10 de Rillington Place fue la lata de tabaco que contenía varios mechones de vello púbico. Uno era de Ethel Christie. Los otros se correspondían con las tres mujeres encontradas en el armario. Es posible que dos de ellos fueran tomados de cuerpos enterrados en el jardín. Pero esto dejaba varios más sin explicación. En el juicio, Christie dijo que no sabía de quiénes eran, pero que podría haber asesinado a otras personas y no recordarlo.
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Los peritos médicos por parte de la Corona rechazaron esto. En particular, el doctor Desmond Curran, del hospital de St. George, expresó la opinión de que el acusado era “anormal y orgulloso”, pero que no sufría de ningún tipo de locura. Al cuarto día del juicio, el juez comenzó a recapitular. El jurado se retiró a las 16:05 horas y regresó 82 minutos más tarde. “¿Encuentran al prisionero culpable o no culpable?”, se le preguntó al jurado. “Lo encontramos culpable”, afirmaron. El magistrado Finnemore firmó la sentencia de muerte. John Reginald Christie no dijo nada. Christie fue sentenciado el 25 de junio de 1953.
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John Scott Henderson tuvo también que entrevistarse con el abogado de Evans y Christie, y con otros numerosos oficiales del caso. Scott Henderson visitó en la prisión durante algo más de una hora al asesino. El permiso lo había obtenido un oficial de policía que ayudaba en la investigación. Este había advertido a Christie de que sería interrogado sobre la muerte de la pequeña Geraldine, añadiendo que no había pruebas de que él la hubiera matado. El informe, presentado el 13 de julio, dejó perplejos a los dos bandos del debate. Concluía con una aplastante afirmación: Timothy Evans había asesinado a su hija y también a su mujer. En otras palabras, Christie dijo la verdad en el juicio de Evans, pero mintió en el suyo, y en que había habido dos estranguladores en el número 10 de Rillington Place.
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El acusado, en su celda, disfrutó de una posición que nunca antes le había sido concedida. Pero dos días antes de su ejecución un viejo conocido declaró que estaba deshecho. “Ya no me importa lo que pueda pasar. No tengo nada por lo que vivir”, le había dicho. Su abogado declaró que no habría recurso formal contra la sentencia. Christie escribió a otro amigo diciéndole que se encontraba bien y estaba disfrutando de la comida. “Realmente debería felicitar al cocinero”, escribió. “Todo está francamente bueno y en mucha cantidad. Incluso estoy engordando”. Posiblemente sufría en su celda el “Síndrome del Peso”. Muchos prisioneros engordan antes de su ejecución. Christie vendió su historia al Sunday Pictorial. Las descripciones escalofriantes de sus crímenes no aportaron nada que ayudara a desvelar el misterio. Poca gente, aparte de los abolicionistas, se lamentaron de su pronta ejecución. Los acontecimientos de 1949, y los asesinatos de Beryl y Geraldine Evans, necesitaban una explicación más amplia. Al doctor Hobson, el psiquiatra que testificó a su favor durante el juicio, se le prohibió verle de nuevo, lo que le causó un enfado considerable, ya que creía que la memoria en decadencia de Christie aún podía ser revivida, y tratándole con cuidado descubrir el lugar exacto donde se encontraba la pequeña Geraldine.
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Había alrededor de doscientas personas en la prisión de Pentonville a las 09:00 horas del 15 de julio de 1953. Los numerosos espectadores habían viajado desde Escocia, Gales, Irlanda, e incluso de Australia y Estados Unidos. Un camionero declaró que había hecho el camino de una tirada para llegar justo a tiempo. A pesar de esto, las autoridades habían contado con mucha más gente y con posibles problemas. No hubo incidentes del tipo de los ocurridos en la prisión de Wandsworth, cuando al comienzo del año, un adolescente retrasado mental, Derek Bentley, fue colgado por haber asesinado a un oficial de policía.
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Una docena de oficiales hacía guardia con las armas al hombro, mientras que los refuerzos estaban situados en las puertas. Dentro, el verdugo más famoso de Inglaterra, Albert Pierrepoint, quien había ejecutado a Timothy Evans y a la famosa asesina pasional Ruth Ellis, estaba con Christie ya preparado. A las 09:10, un guardia apareció en la puerta, con una nota con ribetes negros que colgó en la pared. Era el anuncio de que John Reginald Christie había sido ejecutado. Evans y Christie estaban muertos y sus nombres ligados a una serie de grotescas perversiones. Cuando pasaron los años de posguerra, las actitudes ante el caso cambiaron. A lo largo de los años cincuenta del siglo XX, al mismo tiempo que crecía el movimiento para abolir la pena capital, el destino de Evans preocupaba a más y más gente. Los parlamentarios laboristas nunca dejaron el asunto en paz: Michael Foot y Tony Benn, entre otros, hablaron elocuentemente sobre el asunto en la Cámara de los Comunes. El primer libro en examinar extensamente el caso fue el de Michael Eddowes, El hombre sobre tu conciencia (1955), en el que echaba por tierra el caso Evans. Periódicos y revistas hicieron presión a favor de una investigación más extensa. En 1961 la película 10 Rillington Place, de Ludovic Kennedy, también cuestionó el caso Evans. El director creía que Christie era un necrófilo; cualquiera podría darse cuenta de que era un enfermo mental, tal y como su abogado había argüido en 1953.
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En 1961 el Secretario del Interior, R. A. Butler, rechazó una nueva investigación, pero admitió que él había considerado "realmente conceder el perdón a Evans”. En 1965, con el Partido Laborista en el Gobierno, la pena capital fue abolida por un período experimental de cinco años. En el mismo año se ordenó finalmente una nueva investigación: los hombres que se ocuparon del caso tuvieron más tiempo para reflexionar sobre los descubrimientos, que el que había tenido Scott Henderson, quien tuvo que acelerar el trabajo para redactar el informe antes de la ejecución de Christie en 1953. El 18 de octubre de 1966, Timothy Evans fue perdonado póstumamente. Sus restos fueron trasladados a una nueva tumba en el cementerio de St. Patrick, en Leytonstone, Essex.
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La policía tuvo que hacer dos visitas al 10 de Rillington Place para encontrar los cadáveres de Beryl y Geraldine Evans en el lavadero. El cadáver de la mujer fue descubierto doblado en dos, envuelto en una sucia manta, escondido debajo del fregadero. El cuerpo fue hallado completamente vestido, pero con una corbata alrededor de su cuello. El hueco de la cocina resguardaba el cadáver de Hectorina MacLennan. Las frías temperaturas de aquellos días habían retrasado la descomposición, impidiendo que los cuerpos despidieran un olor pútrido. El forense determinó en su informe que Christie había abusado de sus víctimas después de matarlas. El cadáver de Ethel Christie fue encontrado bajo las tablas del suelo de la habitación principal. Christie declaró que la había matado por piedad. La señora Christie estaba claramente incómoda allí, sufría de insomnio las semanas antes de su muerte y su médico le prescribía sedantes y pastillas para dormir. En este estado mental, posiblemente Christie asesinó a Ethel para impedir que revelara lo que ella sabía o sospechaba.
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Victimas conocidas:
(1943: Ruth Fuerst, 21 años)
(Octubre de 1944: Muriel Eady, 32 años)
(8 de Noviembre de 1949: Beryl Evans, 20 años)
(8 de Noviembre de 1949: Geraldine Evans, 13 meses de nacida)
(12 de Diciembre de 1952: Ethel Christie, 54 años)
(19 de Enero de 1953: Rita Nelson, 25 años)
(Febrero de 1953: Kathleen Maloney, 26 años)
(Marzo de 1953: Hectorina MacLennan, 26 años)

1 comentario:

  1. Gracias por la rápida, detallada y lujosa incorporación de J.R.CHRISTIE a este gran museo del crimen.

    Me da paz ver su silueta en blanco y negro recortada sobre el fondo rojo sangre. Es como el "ajusticiamiento definitivo". El del oprobio perpetuo.

    Cualquier persona del mundo interesada en criminología -al hacer su búsqueda por la red- se topa inmediatamente con la colección de atractivas imágenes de "la Enciclopedia de los Asesinos en serie". Habría que patentarlas para que no las copien.
    Para desgracia de los angloparlantes, pertenece al ámbito hispano. Si fuéramos de los Estados Unidos, ya estaríamos planeando un diseño de camisetas. Apuesto a que Manson y Gein serían muy exitosas. También planearían poner la propia foto, con un pie espeluznante tipo "el descuartizador de". Sería buena idea, lucrativa.

    Yo no puedo evitar sentirme identificado con las víctimas. Pienso en el bello Viktor Tishchenko de solo 16 años luchando a brazo partido por su vida, mordiendo la mano del salvaje CHIKATILO, mano que lo emasculará y lo asesinará, o a Tracy Edwards escapando de milagro de la parca DAHMER. El caso de Timothy Evans y su familia me hace tragar saliva con desesperación y disgusto. Parece mentira como a veces la vida se retuerce en tu contra y puede llegar a ahorcarte. Timothy Evans: qué dolor.

    Gracias por infinidad de detalles que desconocía respecto a este caso.
    Casto.

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