Biografia:
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Enero de 1989. La ciudad de Guadalajara, Jalisco (México) vivía un invierno frío. No existían aún los albergues públicos que se implementarían más de una década después. La crisis económica que desde siete años antes se vivía en México se reflejaba en el gran número de mendigos, niños de la calle y personas sin hogar que vagaban por las aceras de la enorme ciudad, la segunda más grande del país.
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Una mañana un hombre desconocido que odiaba a los vagos de aquella ciudad tomó la decisión de eliminarlos. Desde varios años atrás le gustaban las armas. Poseía una en especial, que consideró la más adecuada para llevar a cabo su labor, para ejecutar el trabajo de un Ángel Exterminador que limpiaría las calles de Guadalajara. Se vistió adecuadamente, con ropa negra y una gabardina del mismo color; algunos afirmarían inclusive que portaba un sombrero y que utilizaba un bastón, pues cojeaba. Tomó su pistola, una calibre 7.65 de origen italiano, la cual había dejado de fabricarse años atrás y cuyas balas eran producidas únicamente por Remington y Winchester. Una pistola de colección destinada a cumplir una misión redentora. Subió a su auto, un Volkswagen sedán color blanco, y se dirigió a iniciar su cruzada.
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Su primera víctima dormía en la banqueta, acurrucado a causa del frío. El asesino apuntó con cuidado y disparó una sola vez. La bala le atravesó la cabeza al hombre, un pordiosero de alrededor de sesenta años. Luego se alejó sin prisa alguna, dejando el casquillo de la bala en el suelo, a propósito: era su firma. Había atacado en uno de los barrios bajos de Guadalajara. Cuando la policía encontró el cuerpo, no le dio mayor importancia; la muerte de un indigente, aunque hubiera sido ejecutado, a nadie le interesaba.
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El segundo murió días después en circunstancias similares; apareció muerto en otra banqueta, con el disparo en la cabeza y el casquillo a un lado. La policía se dio cuenta de que se trataba del mismo calibre y que además era un arma extraña, de colección. Pero rastrearla era una labor ardua. El gobierno no destinaría recursos a una investigación en la cual las víctimas eran los mendigos de la ciudad, los ciudadanos de quinta clase.
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El tercer indigente fue ejecutado poco después. Moría uno cada dos semanas, en promedio. La similitud de los crímenes trascendió a la prensa, quien de inmediato publicó la sensacional noticia: un asesino en serie asolaba Guadalajara. Lo bautizaron de inmediato: “El Mataindigentes”.
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Febrero y marzo trajo nuevas víctimas. El quinto asesinato se cometió en el Sector Libertad, con el disparo certero en la región occipital. Era obvio que se trataba de un tirador profesional, un policía o un militar. El sexto asesinato lo cometió a plena luz del día y en una de las calles más transitadas de Guadalajara. Algunos testigos escucharon el disparo y vieron un Volkswagen color azul que se alejaba de la escena del crimen; unos más afirmaban que el auto era blanco. Otros dieron la descripción de las ropas del hombre, aunque nadie pudo ver su rostro.
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“El Mataindigentes” aceleró su ritmo; en una misma semana, ejecutó a tres pordioseros más. Los periódicos vendían más ejemplares y los noticieros locales lanzaban hipótesis sobre los acontecimientos. Psicólogos y psiquiatras opinaban sobre el perfil del asesino. La policía no tenía pistas reales, pero decían que sí, que estaban cerca de atraparlo. Entonces hubo otro ataque: un desconocido le disparó a un joven que ni siquiera parecía indigente, por la espalda, a la altura de las vértebras cervicales. La policía se lo achacó a “El Mataindigentes”, con tal de poder hallar un responsable.
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La novena víctima del verdadero asesino fue un personaje célebre en los anales criminales de México. Se trataba de Vicente Hernández Alexandre, a quien se le había dado el sobrenombre de “El Raffles Mexicano”. Se trataba de un ladrón de guante blanco, de la vieja escuela, un tipo cosmopolita, un hombre de mundo que había dedicado su existencia a la alta estafa y a despojar de sus bienes a los ricos y famosos, con astucia y estilo. Hablaba varios idiomas, había viajado por todo el mundo y era un notable fotógrafo. Admirado por policías y criminales, se había vuelto un mito viviente. Sus “trabajos” eran limpios, sin armas, sin violencia, sin forzar puertas o cerraduras y sin dejar huellas. Cuando fue arrestado, los medios se disputaban las entrevistas con él. Una de sus reglas era jamás lastimar a nadie, y había cumplido ese precepto a cabalidad: sus delitos nunca cobraron una vida, ni usó la violencia.
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Al salir de la cárcel, se encontró al descubierto: no podía regresar a los círculos que antes frecuentaba. Fue envejeciendo solo, hasta quedar en la miseria. Cargaba un maletín roto, lleno de viejos recortes de prensa que hablaban de sus hazañas; se los mostraba a la gente en la calle y explotaba su añeja fama a cambio de unas monedas para poder comer; él, que había tenido joyas, casas, autos, hermosas mujeres y millones en cuentas bancarias. El ocho de marzo de 1989, “El Mataindigentes” encontró al famoso ladrón en un callejón, durmiendo, abrazando, como siempre, su ajado portafolio. Ni siquiera sabía de quién se trataba. Lo ejecutó como a los demás y después se marchó. Fue su último crimen. La noticia de la muerte de “El Raffles Mexicano” indignó a la prensa como no los había indignado su vejez miserable. Exigieron el esclarecimiento del caso. El escándalo llegó a los altos niveles de las esferas políticas y tuvo eco en la Ciudad de México.
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Quince días después, un elegante anciano de setenta y siete años de edad, que se dedicaba a hacer obras de caridad, fue ejecutado en la calle de un tiro en la espalda. La policía se lo atribuyó a “El Mataindigentes”, aunque la realidad es que no tenía nada que ver con su modus operandi. Pero el pánico se empezaba a apoderar de la ciudadanía. La policía patrullaba constantemente la zona donde habían ocurrido los asesinatos.
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Comenzaron entonces los arrestos en falso. El Procurador General de Jalisco, Guillermo Reyes Robles, y el Jefe de la Policía Judicial, Héctor Córdoba Bermúdez, se lanzaron a buscar un falso culpable. Varios fueron los aprehendidos por error, entre ellos Salvador Reyes Partida, de cuarenta años de edad.
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Otro fue Moisés Cabello Cabrera, de treinta y cinco años, a quien forzaron a firmar una declaración de culpabilidad, de la cual luego se retractó; y Jorge Figueroa, a quien no pudieron comprobarle nada. Cada vez anunciaban que habían capturado al multihomicida, y cada vez tenían que retractarse.
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Investigaron en los hoteles de mala muerte que pululaban por allí y en uno de ellos encontraron a un empleado, que les dio pistas sobre un hombre que poseía un Volkswagen azul y se hospedaba allí. “Era un tipo extraño, en una ocasión lo sorprendí escuchando en la radio las noticias sobre ‘El Mataindigentes’. Parecía que le causaban mucha gracia, porque estaba risa y risa. Tenía mal una pierna, no caminaba bien”, afirmó ante los agentes.
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Montaron guardia; siete días después, un hombre que respondía a la descripción dada por el empleado apareció por allí. Se trataba de Osvaldo Ramírez, de treinta y nueve años de edad. No tenía antecedentes penales.
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Después de que lo interrogaron largo y tendido, confesó que había matado a su amante, un homosexual que deseaba abandonarlo. Pero no dijo nada sobre los otros asesinatos. La policía declaró que habían capturado al asesino y la prensa dio la noticia. La gente aceptó aquello sin problemas.
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Enero de 1989. La ciudad de Guadalajara, Jalisco (México) vivía un invierno frío. No existían aún los albergues públicos que se implementarían más de una década después. La crisis económica que desde siete años antes se vivía en México se reflejaba en el gran número de mendigos, niños de la calle y personas sin hogar que vagaban por las aceras de la enorme ciudad, la segunda más grande del país.
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Una mañana un hombre desconocido que odiaba a los vagos de aquella ciudad tomó la decisión de eliminarlos. Desde varios años atrás le gustaban las armas. Poseía una en especial, que consideró la más adecuada para llevar a cabo su labor, para ejecutar el trabajo de un Ángel Exterminador que limpiaría las calles de Guadalajara. Se vistió adecuadamente, con ropa negra y una gabardina del mismo color; algunos afirmarían inclusive que portaba un sombrero y que utilizaba un bastón, pues cojeaba. Tomó su pistola, una calibre 7.65 de origen italiano, la cual había dejado de fabricarse años atrás y cuyas balas eran producidas únicamente por Remington y Winchester. Una pistola de colección destinada a cumplir una misión redentora. Subió a su auto, un Volkswagen sedán color blanco, y se dirigió a iniciar su cruzada.
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Su primera víctima dormía en la banqueta, acurrucado a causa del frío. El asesino apuntó con cuidado y disparó una sola vez. La bala le atravesó la cabeza al hombre, un pordiosero de alrededor de sesenta años. Luego se alejó sin prisa alguna, dejando el casquillo de la bala en el suelo, a propósito: era su firma. Había atacado en uno de los barrios bajos de Guadalajara. Cuando la policía encontró el cuerpo, no le dio mayor importancia; la muerte de un indigente, aunque hubiera sido ejecutado, a nadie le interesaba.
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El segundo murió días después en circunstancias similares; apareció muerto en otra banqueta, con el disparo en la cabeza y el casquillo a un lado. La policía se dio cuenta de que se trataba del mismo calibre y que además era un arma extraña, de colección. Pero rastrearla era una labor ardua. El gobierno no destinaría recursos a una investigación en la cual las víctimas eran los mendigos de la ciudad, los ciudadanos de quinta clase.
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El tercer indigente fue ejecutado poco después. Moría uno cada dos semanas, en promedio. La similitud de los crímenes trascendió a la prensa, quien de inmediato publicó la sensacional noticia: un asesino en serie asolaba Guadalajara. Lo bautizaron de inmediato: “El Mataindigentes”.
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Febrero y marzo trajo nuevas víctimas. El quinto asesinato se cometió en el Sector Libertad, con el disparo certero en la región occipital. Era obvio que se trataba de un tirador profesional, un policía o un militar. El sexto asesinato lo cometió a plena luz del día y en una de las calles más transitadas de Guadalajara. Algunos testigos escucharon el disparo y vieron un Volkswagen color azul que se alejaba de la escena del crimen; unos más afirmaban que el auto era blanco. Otros dieron la descripción de las ropas del hombre, aunque nadie pudo ver su rostro.
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“El Mataindigentes” aceleró su ritmo; en una misma semana, ejecutó a tres pordioseros más. Los periódicos vendían más ejemplares y los noticieros locales lanzaban hipótesis sobre los acontecimientos. Psicólogos y psiquiatras opinaban sobre el perfil del asesino. La policía no tenía pistas reales, pero decían que sí, que estaban cerca de atraparlo. Entonces hubo otro ataque: un desconocido le disparó a un joven que ni siquiera parecía indigente, por la espalda, a la altura de las vértebras cervicales. La policía se lo achacó a “El Mataindigentes”, con tal de poder hallar un responsable.
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La novena víctima del verdadero asesino fue un personaje célebre en los anales criminales de México. Se trataba de Vicente Hernández Alexandre, a quien se le había dado el sobrenombre de “El Raffles Mexicano”. Se trataba de un ladrón de guante blanco, de la vieja escuela, un tipo cosmopolita, un hombre de mundo que había dedicado su existencia a la alta estafa y a despojar de sus bienes a los ricos y famosos, con astucia y estilo. Hablaba varios idiomas, había viajado por todo el mundo y era un notable fotógrafo. Admirado por policías y criminales, se había vuelto un mito viviente. Sus “trabajos” eran limpios, sin armas, sin violencia, sin forzar puertas o cerraduras y sin dejar huellas. Cuando fue arrestado, los medios se disputaban las entrevistas con él. Una de sus reglas era jamás lastimar a nadie, y había cumplido ese precepto a cabalidad: sus delitos nunca cobraron una vida, ni usó la violencia.
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Al salir de la cárcel, se encontró al descubierto: no podía regresar a los círculos que antes frecuentaba. Fue envejeciendo solo, hasta quedar en la miseria. Cargaba un maletín roto, lleno de viejos recortes de prensa que hablaban de sus hazañas; se los mostraba a la gente en la calle y explotaba su añeja fama a cambio de unas monedas para poder comer; él, que había tenido joyas, casas, autos, hermosas mujeres y millones en cuentas bancarias. El ocho de marzo de 1989, “El Mataindigentes” encontró al famoso ladrón en un callejón, durmiendo, abrazando, como siempre, su ajado portafolio. Ni siquiera sabía de quién se trataba. Lo ejecutó como a los demás y después se marchó. Fue su último crimen. La noticia de la muerte de “El Raffles Mexicano” indignó a la prensa como no los había indignado su vejez miserable. Exigieron el esclarecimiento del caso. El escándalo llegó a los altos niveles de las esferas políticas y tuvo eco en la Ciudad de México.
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Quince días después, un elegante anciano de setenta y siete años de edad, que se dedicaba a hacer obras de caridad, fue ejecutado en la calle de un tiro en la espalda. La policía se lo atribuyó a “El Mataindigentes”, aunque la realidad es que no tenía nada que ver con su modus operandi. Pero el pánico se empezaba a apoderar de la ciudadanía. La policía patrullaba constantemente la zona donde habían ocurrido los asesinatos.
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Comenzaron entonces los arrestos en falso. El Procurador General de Jalisco, Guillermo Reyes Robles, y el Jefe de la Policía Judicial, Héctor Córdoba Bermúdez, se lanzaron a buscar un falso culpable. Varios fueron los aprehendidos por error, entre ellos Salvador Reyes Partida, de cuarenta años de edad.
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Otro fue Moisés Cabello Cabrera, de treinta y cinco años, a quien forzaron a firmar una declaración de culpabilidad, de la cual luego se retractó; y Jorge Figueroa, a quien no pudieron comprobarle nada. Cada vez anunciaban que habían capturado al multihomicida, y cada vez tenían que retractarse.
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Investigaron en los hoteles de mala muerte que pululaban por allí y en uno de ellos encontraron a un empleado, que les dio pistas sobre un hombre que poseía un Volkswagen azul y se hospedaba allí. “Era un tipo extraño, en una ocasión lo sorprendí escuchando en la radio las noticias sobre ‘El Mataindigentes’. Parecía que le causaban mucha gracia, porque estaba risa y risa. Tenía mal una pierna, no caminaba bien”, afirmó ante los agentes.
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Montaron guardia; siete días después, un hombre que respondía a la descripción dada por el empleado apareció por allí. Se trataba de Osvaldo Ramírez, de treinta y nueve años de edad. No tenía antecedentes penales.
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Después de que lo interrogaron largo y tendido, confesó que había matado a su amante, un homosexual que deseaba abandonarlo. Pero no dijo nada sobre los otros asesinatos. La policía declaró que habían capturado al asesino y la prensa dio la noticia. La gente aceptó aquello sin problemas.
Sí recuerdo que la prensa hablaba mucho de este sujeto.
ResponderEliminarPor pura casualidad, durante los primeros tres meses del año 1972, tuve la oportunidad de conocer a Vicente, cuando dos personas amigas de uno de sus lugartenientes me pidieron les diera un ride a la penitenciaria de Oaxaca de estaba preso., era día de visita, yo no tenía intención de entrar, pero a insistencia de las amigas y la curiosidad por conocer un penal, me motivaron a hacerlo.
ResponderEliminarRecuerdo que para entrar revisan que no llevemos armas o artefactos con los que los detenidos pudiesen fabricarlas, también recuerdo que prohibian el ingreso de frutas ya que decían que con ellas podrían fabricar aguardiente.
Llegamos a la sección donde las visitas podían platicar con los internos, al fondo de un area específica, a todo lo largo de la pared del fondo había un enrejado, había bancas a todo lo largo en ambos lados del enrejado, donde sentados los visitantes y los internos podían platicar a travez del enrejado.
Llegó el interno al cual una de las amigas había ido a visitar, mientras ellos platicaban, la otra amiga y yo nos quedamos de pie observando el panorama de toda la sala, de momento de la parte interior, vimos venir a un personaje muy bien vestido y con zapatos de alta calidad, su figura y su firme caminar me impresionaron, les cuento a mis amigos que parecía James Bond, nos presentaron con el, se trataba nada menos que de Raffles Mexicano, inmediatamente nos dijo que no nos quedaramos allí parados, que pasaramos al interior del penal, a su lugarteniente le dió instrucciones para que fuera a la reja que daba acceso al interior del penal y le dijera a los guardias que nos permitieran el acceso que eramos sus "amigos"; yo me quedé sorprendido por esa acción tan inesperada, caminamos los cinco hacía el fondo de un patio que hacia las veces de cancha de basquet ball, en el extremo izquierdo al fondo había un grupo de internos que nos observaban, Raffles nos comentó que se trataba de un grupo rival, que no lo querían porque el tenía prohibido el ingreso al penal de estupefacientes y ese grupo era todo lo contrario.
Llegamos a una casa de lámina que se encontraba en uno de los rincones del referido patio, tenía un letrero en el que se leía "Acuarius Club", en ese lugar Rafles tenía un pequeño taller de orfebrería donde fabricaba objetos de plata y oro con incrustaciones de conchas marinas y coral, tenía un antecomedor con seis sillas, un trastero de esos de lámina que tienen una cubierta de granito y lo mas asombroso es que también había una cama.
Nos invitó a comer, así que ordenó a alguno de sus amigos que fuera por comida con Doña no recuerdo, a otro le indicó que tomara dinero de la alacena y fuera por una botella de brandy, si así de sencillo, imaginen esto como era posible que esa acción se desarrollara dentro de un penal, cada vez estaba yo mas asombrado del poder e influencia que tenía Rafles.
No quiero cansar con mi relato, pero de alguna forma le agradó mi platica, yo le platicaba anecdotas de los lugares hermosos que había visitado y donde había encontrado personas hospitalarias, me dijo que lo "bonito de los pueblos es su gente" que podríamos llegar a un lugar hermoso pero con gente mala y eso lo convertiría en el peor lugar del mundo.
Me pidió que fuera a visitarlo mas seguido, que le consiguiera libros, me comentó que el había pugnado con el director del penal porque pusieran una biblioteca para los internos, hasta lo amenzó con fugarse si no le ponían la biblioteca.
En cuatro o cinco ocasiones, que lo visité me contó muchas de sus historias, de las traciones de una mujer, me decía que el nunca se había manchado las manos de sangre y que ya no pensaba fugarse, que solamente esperaba cumplir su condena para irse a vivir tranquilo a una casita cerca del mar.
Es por eso que ahora que accidentamente me encuentro con este artículo me nació el interés por recordar a una persona que delinquió pero enderezó su camino por el lado del bien. Me entristece conocer ahora la forma como murió, Descanse en Paz.
Hola Jesús, buscando un poco en la red sobre el hombre que cometió estos asesinatos, caí con este blog y con tu pequeño relato, me parece interesante la manera en la que lo cuentas y para serte sincero me gustaría saber más. Mi interés, lejos de ser banal, proviene de mi necesidad por contar historias, no en papel sino en imagen. No soy nadie conocido, quizá nunca logré conseguir los recursos para llevar a cabo este proyecto, pero me gustaría intentarlo. Ojalá pudiera contactarte y así saber más sobre el Raffles mexicano y tus encuentros con él. Mi nombre es Fernando García Palma y mi correo es fernando.g.p@hotmail.com
EliminarSaludos y un cordial abrazo